jueves, 25 de septiembre de 2008

CAMINO DE JAVIER FESSER

Esta semana se ha presentado en sociedad en el Festival de cine de San Sebastián la última película del director de cine español Javier Fesser llamada, con toda la intención del mundo y sin un ápice de inocencia, "Camino". Ya les he confesado en más de una ocasión mi gran desconocimiento e incapacidad para hablar con propiedad de cuestiones cinematográficas. En estos casos suelo recurrir a la documentación y los comentarios que realizan aquellos críticos que a mi me merecen toda la confianza, crédito y que me ayudan a entender el cine y el mundo que me rodea. Las pelis que hace el hermano de los muchachos de Gomaespuma, véase P Tinto, Mortadelo y Filemón o el Secledto de la tlompleta, siempre me han parecido que tenían un tipo de humor que, al final, raya la amargura. Tras la carcajada espontánea inicial queda, al fondo, un regusto ágrio que nunca me ha terminado de convencer. Hay determinadas caricaturas que, por corrosivas, destruyen la humanidad y verosimilitud de los personajes. Los planteamientos vitales tan descreídos y cáusticos no pueden convencer ni ser atractivos para nadie porque el ser humano necesita de amor y ternura para componer y vivir las mejores historias. No es el caso de "Camino" que además realiza una caricatura esperpéntica sobre el espíritu del Opus Dei y está mal inspirada en la épica historia de una joven madrileña de 13 años llamada Alexia. La crítica de Juan Orellana es bastante clarificadora y pedagógica: "La bella historia de Alexia queda pendiente de ser llevada al cine. A cambio Fesser nos ofrece un patético boceto de un miedo a la muerte no resuelto, de una incomprensión nada inocente de una visión cristiana de la vida, de la enfermedad y de la muerte, y un rechazo agresivo hacia aquello que no comprende: el odio a la diferencia. Qué pena que el cine caiga tan bajo en ocasiones como esta". Una crítica que no tiene desperdicio y que pueden leer íntegramente aquí. No se puede intentar contar una historia tan profunda partiendo de prejuicios baratos y mostrando una gran incapacidad para entender otras formas de ver la vida desde el respeto y la honestidad. El camino de Fesser está lleno de amargura.

8 comentarios:

albert dijo...

Me gusta el nombre de tu blog y el comentario a la película que están promocionando en TV1, y que fijo no perderé el tiempo en ir a ver.
También tu forma de escribir; por lo que te incluyo a partir de ahora entre mis blog favoritos.
Puedes entrar en mi blog o ponerte en contacto conmigo por email:
http://bioeticaylibros.blogspot.com/
Un saludo, Alberto

Anónimo dijo...

No me explico esa obsesión de algunos por criticar con tanta ferocidad a gente que entrega TODA SU VIDA a un ideal noble. Un miembro del Opus Dei, con sus errores y aciertos, me merece el máximo respeto. Su vida, su verdad, su entrega me parecen admirables.

Conocí hace muchos años a un hermano de Alexia, la chica en la que está basada la historia de "Camino". Las cosas que él me contaba entonces, al año de la muerte de la chica, sobre la agonía de su hermana NO TIENEN ABSOLUTAMENTE nada que ver con lo que cuenta Fesser en la película. Pasaba lo mismo con Amenábar en "Mar Adentro" con la secuencia del cura que va a visitar a Ramón Sampedro, sacerdote al que -cosas de la vida- también conocí.
Cuentan las cosas a su gusto. Manipulan. No cuentan la verdad. Mienten.
Estas son, realmente, las películas que deberían arrancar con el archiconocido rótulo que afirma: "CUALQUIER PARECIDO CON LA REALIDAD ES PURA COINCIDENCIA"

Anónimo dijo...

Crítica en Aceprensa

Firmado por Ana Sánchez de la Nieta
Fecha: 24 Septiembre 2008


Camino es una niña de 11 años guapa, alegre e imaginativa. Vive en Madrid y estudia en un colegio de monjas. Un día comienza a sufrir fuertes dolores de espalda y, poco tiempo después, le diagnostican un gravísimo tumor.

La película recorre los últimos días de vida de Camino que se debaten entre el mundo tenebroso que representa su madre, una mujer de fe que pertenece al Opus Dei, y la esperanza que le producen tanto el cariño incondicionado de su padre como su enamoramiento por un chico al que acaba de conocer.

Javier Fesser cambia de registro para narrar una historia dramática con un fondo muy amargo de crítica religiosa. En el fondo, el cambio de registro es relativo porque Fesser, al igual que en “El Milagro de P Tinto” o“Mortadelo y Filemón”, sigue instalado en la caricatura aunque el director haya declarado que ha hecho una radiografía.

El problema es que el material del que parte Fesser no es un personaje de ficción sino una persona real: Alexia González Barros, una chica madrileña que falleció a los 14 años después de una dolorosa enfermedad y que actualmente está en proceso de canonización.

Desde su óptica, que él mismo define de “ateo practicante”, Fesser ha hecho una peculiar adaptación de las tres biografías que existen sobre Alexia González Barros. De estas biografías ha recogido datos, anécdotas y hechos reales que ha troceado, censurado y deformado para construir la parodia que buscaba. Una caricatura que afecta sobre todo a la familia(una madre obsesiva, una hermana sin voluntad propia y un padre tan bondadoso como pusilánime), al Opus Dei (presentado como una institución retrógrada y machista formada por cortos mentales) y, en definitiva, a la Iglesia católica y a su doctrina. El mensaje en ese sentido es claro; Dios no existe y quienes creen en Él y valoran realidades como la oración, el sacrificio o la vida eterna son, o unos malvados, o unos ilusos.

La propuesta cinematográfica de Fesser no funciona por varios motivos; la película es larga y deslavazada (a ratos uno se olvida de que está en el cine y parece estar ante una serie de televisión), la trama avanza a trompicones y al realizador madrileño le cuesta un triunfo terminar la historia. La cinta cuenta con unas buenas interpretaciones, especialmente la de la niña Nerea Camacho, y es muy emotiva. Juega en su contra una enfática y sensiblera música y una presentación hiperrealista –cruenta- de las intervenciones quirúrgicas (hay escenas simplemente insoportables).

Por otra parte, la beligerancia de Fesser le hace un flaco servicio a una película que, a pesar de su base real, resulta poco creíble, tanto por el dibujo maniqueo de algunos personajes –construidos con un solo registro-,como por la caprichosa y deficiente ambientación o algunas curiosas decisiones de casting (¿por qué a Alexia le llama la atención un niño tan llamativamente infantil?). En algunas escenas la saña de los ataques y lo burdo del esperpento causan vergüenza ajena.

A película vista se entiende –aunque sigue resultando triste y rastrero este modo de proceder– Fesser no haya querido en ningún momento ponerse en contacto con la familia González-Barros. Para insultar y calumniar no se suele pedir permiso. El problema es el precedente que puede sentar una película como esta, que, para criticar unas ideas y unas instituciones, irrumpe a patadas en la tragedia de una familia.

Anónimo dijo...

Pero es que no se dan cuenta que esto es una PELÍCULA. No es un documental, ni un reportaje de Informe Semanal, ni una crónica de TVE. Es una película. Una ficción. EL cine es mentira. Superman no volaba, Escarlata no pasaba hambre, y, por encima de todo, "Camino" se inspira en hechos reales, sin pretensión alguna de recrear fielmente la vida de Alexia. Por favor, critiquen la película todo lo que quieran, pero critíquenla como lo que es. Me parece muy bien que se fie de la crítica de la Conferencia Episcopal, pero para llegar a la verdad hay que conocer todas las fuentes. Navegue un poco más y lea otras críticas (la mayoría postivas). No sirve decir: "no se nada de cine, así que me fio de la primera crítica que me encuentro"
Recomiendo enacrecidamente también visionar la rueda de prensa del director en: http://www.sansebastianfestival.com/in/dossier.php?codigo=560006

maria dijo...

Dedicadoa Mr. Meebles:
Me gusta el cine pero me gusta más respetar a las personas. Quizás puestos a decir que antes de hablar hay que informarse, que es de lo que habla en su comentario, igual el primero que se tenía que informar es Fesser para ver qué opina la familia de Alexia de una peli que trata de algo tan serio y que les afecta tan en directo.
Mr. Meelbes, Superman no volaba, ni existió nunca, y es una pena pero...Alexia si que vivió y tiene una familia. No me gustaría que trataran así a nadie de mi familia.

Anónimo dijo...

Pues sería interesante que alguien realizara una película basada en la vida real de la madre de Meebles, en la que se ridiculizara aquellos aspectos más sutiles e íntimos de su relación materno filial hasta el límite que marcara la imaginación del director. "...una ficción en donde no hay nada inventado" y "...fruto de una labor apasionante de investigación en torno a sentimientos de las personas", casi nada. Y todo ello para mofa, escarnio y/o entretenimiento del respetable. Tentador el experimento...

Boulevard de la mer

Anónimo dijo...

Un cóctel indigesto


Javier Fesser asegura que se ha inspirado, para rodar Camino, en la vida de Alexia González-Barros, una muchacha que falleció con fama de santidad en 1985 tras una dolorosa enfermedad causada por un tumor maligno. El heroísmo, entereza y serenidad de la muchacha ante el dolor, y el gran número de devotos que suscitó (y sigue suscitando) su vida y su muerte, dieron lugar a que se iniciara el proceso canónico para su beatificación y canonización.


La historia de Alexia es una epopeya de fe, amor y sacrificio (recomendamos visitar su web http://www.alexiagb.org/) no así la película de Javier Fesser, que afirma no creer en la verdad (todo es relativo para el realizador madrileño), no comprende la visión cristiana de la enfermedad y el sufrimiento, y me queda la curiosidad, después de ver la película, de qué entiende Fesser por amor. Y mi perplejidad aumenta cuando le oigo declarar que no entiende el significado de ofrecer el dolor por amor (¿en qué planeta vive usted, señor Fesser? ¿Desde cuándo el amor y el sacrificio no tienen nada que ver entre sí?)


También sorprende el cambio de registro que esta película supone en la filmografía del autor, pues salvo su último cortometraje (Binta y la gran idea), todo su trabajo se mueve en el ámbito de la comedia y la parodia (El milagro de P. Tinto, La gran aventura de Mortadelo y Filemón). Tal vez por eso, cuando aborda un drama como Camino el resultado sea una película desmesurada, con un metraje de 143 insoportables minutos (miré el reloj varias veces durante la proyección), de los cuales sólo merecen la pena unos 10 ó 15.


Parece que cuando le sacan del gag ingenioso, irreverente o sarcástico, Fesser no se encuentra a sus anchas contando una historia que, como sucede en este caso, le viene muy grande. Tal vez por eso tiene que recurrir cada dos por tres a pegotes (escenas demasiado largas, morbo en las escenas de quirófano, insertos de películas de animación como la Cenicienta, etc.) para disimular la falta de ritmo de su historia.



Grandes maestros y pequeños burlones



Nuestro director carece del talante y la cultura humanística de realizadores cinematográficos de la talla de Wim Wenders (no hace falta más que comparar la grotesca y rancia visión de los ángeles que nos ofrece el español, con la audaz y genial del alemán en Cielo sobre Berlín) o Richard Attenborough en su genial retrato del sentido del dolor en Tierras de penumbra, un biopic sobre el escritor inglés C.S. Lewis. También se encuentra Fesser a años luz de ese canto a la vida y a la dignidad de la persona (incluso gravemente enferma) que es Despertares. El director de Camino, por el contrario, se encuentra más cerca de directores que exhiben una antropología precaria, de andar por casa, como les sucede a Amenábar (Mar adentro) o Jeunet (Amelie).


Otra actitud ausente en Fesser es la de los grandes directores clásicos (Zinneman, Pasolini, Rossellini, Bergman, etc.) caracterizados por su respeto y comprensión (no identificación) hacia los personajes retratados por sus filmes, sobre todo si eran históricos (santos, o incluso el mismo Jesucristo) y el director no compartía sus creencias o incluso era ateo. Con citar unos pocos títulos, entre cientos, será suficiente: Francesco, juglar de Dios, El Mesías, El evangelio según san Mateo, El séptimo sello, El manantial de la doncella o Un hombre para la eternidad.


La óptica de Fesser se asemeja más a la de Ray Loriga en la fallida Teresa, el cuerpo de Cristo. Una visión que no intenta comprender el fenómeno relatado sino adaptarlo y comprimirlo a su particular visión beligerante. Tales posturas reflejan lo que el director de cine ruso Andrei Tarkovski denunciaba en su ensayo Esculpir en el tiempo, cuando advertía que el “arte moderno ha entrado por un camino errado, porque en nombre de la mera autoafirmación ha abjurado de la búsqueda del sentido de la vida. Así, la llamada tarea creadora se convierte en una rara actividad de excéntricos, que buscan tan sólo la justificación del valor singular de su egocéntrica actividad”.
(¡Lástima de talento visual desperdiciado (el de Fesser y el de Loriga) por culpa de una actitud tan poco comprensiva con el otro! Podrían haber sido dos grandes películas, pero...).


Machismo progre



Además de su perspectiva chata y escéptica, toda la película destila un machismo que repugna. Los dardos de Fesser apuntan innegablemente a las mujeres del Opus Dei. Casi todas las ironías y críticas se vierten sobre ellas. Da la impresión de que Fesser ha bebido en aguas demasiado turbias y no se ha preocupado por examinar la vida real de tantas mujeres que representan la normalidad dentro de esa institución de la Iglesia Católica. Incluso se atreve a decir que realiza una radiografía del Opus Dei, pero una radiografía, habría que matizar, hecha a despojos o esqueletos, no a un ser real, vivo y de carne y hueso.


Tampoco le parece relevante a Javier Fesser respetar la libertad de la mujer para elegir el tipo de vida que quiera y renunciar, si es el caso, a un marido. Tras el visionado de la película podría deducirse que sin el hombre la mujer no es nada. Y resulta cuanto menos curioso que el director de Camino no se atreva a señalar lo que Santa Teresa de Jesús decía con orgullo acerca de su condición y libertad de mujer célibe, una elección personal que le otorgó una independencia superior a la de muchas otras mujeres de su tiempo. Y aunque Fesser cite a la santa en la película, una vez más demuestra no comprenderla (¡y es que Santa Teresa no es ni Mortadelo ni P. Tinto, señor Fesser, a ver si se entera de una vez!).


En definitiva, como Fesser es intolerante con este tipo de conducta la parodia y ridiculiza hasta la saciedad –ensañándose con las mujeres del Opus Dei– para trazar una figura esperpéntica fruto de su mirada aviesa.


¿Todo es relativo?

Sí, todo es relativo, sentencia Fesser, y se queda tan ancho. Ha descubierto América, ha formulado el dogma incuestionable de lo políticamente correcto. Es cierto que no es fácil hablar de la verdad en nuestros días. En periódicos, debates televisivos, chats o tertulias radiofónicas cualquiera puede defender su opinión con la condición de no que pretenda poseer la verdad. Se defiende la tolerancia, no como respeto a la persona independientemente de sus opiniones, sino como velada aceptación del relativismo: “todo vale y todo es verdad”. Lo contrario podría tomarse como un acto de violencia, pues enfrentarse al relativismo se considera fundamentalismo o conservadurismo.



Pero decir que ‘algo es verdad para ti’, o ‘que todos tenemos la verdad’, viola una norma básica de nuestro pensamiento y de la realidad: el principio de no-contradicción. Si todas las opiniones son válidas resulta que una misma realidad sería verdadera y falsa a la vez, buena y mala, bella y fea. El hombre sería libre y no-libre; el asesino, culpable y no-culpable; el embrión, humano y no-humano, etc. Quizá por eso Javier Fesser se ha permitido engañar a la familia de Alexia, y al público, como puso de manifiesto la carta publicada en el diario La Razón por Alfredo González-Barros el 27 de septiembre pasado.


Parece mucho más sensato, y honesto, superar las opiniones subjetivas, como dice Antonio Machado:


¿Tu verdad? No, la Verdad,
y ven conmigo a buscarla.
La tuya, guárdatela.



Si todo es relativo, como pretende el director de Camino, también el relativismo lo es. De igual modo que si todo es mentira, es verdad que todo es mentira. El escepticismo y el relativismo no tienen salida, son una jaula para locos. Si no se pudiera conocer la verdad, no tendríamos experiencia del error. Está claro que las circunstancias históricas y sociales o la educación recibida pueden influirnos en nuestras opiniones y juicios. Pero esa cárcel de los prejuicios tiene una salida, como también la tienen la caverna platónica y el mundo virtual de Matrix.


El subjetivismo, en la práctica, lleva a transformar las normas morales según el propio gusto, provocando la desaparición de todo punto de referencia y creando una situación de desconcierto moral y hasta psicológico. Actualmente, para salvar su ‘autenticidad’, muchos afirman no estar arrepentidos de nada. Pero algunos psiquiatras advierten que esta es la causa de muchas de las neurosis actuales.


Quizás por eso, nuestra sociedad necesita, para su buena salud psíquica, de los grandes sinvergüenzas: unos personajes ‘inauténticos’ que no cambiaban la realidad ni justificaban su conducta modificando a su gusto las normas éticas, más bien –nos recuerda Jacinto Choza– asumían el error de sus debilidades. Como prototipo de estos personajes encontramos a Lope de Vega, Carlos V o Felipe II, quienes arreglaban sus problemas de conciencia con sus confesores. Frente a ellos el ‘auténtico’ (y colérico) Enrique VIII, hizo pasar la conciencia de sus súbditos por las sábanas de su cama. Modificó la moral para tranquilizar su conciencia, pero no tuvo reparo en eliminar, no sólo a varias de sus esposas, sino a muchos de sus más cualificados amigos, Tomás Moro entre ellos.



Mr. Peebles y la verdad



Para Fesser da lo mismo hablar de Mr. Peebles (el enano mágico de Camino), que de un gnomo, un hada o Dios. En el fondo, todo sería producto de nuestra imaginación, o de nuestros deseos de placer o de poder sublimados. Pero más bien habría que decir que nuestra psicología profunda es mucho más rica que todo lo que las escenas oníricas de Camino pretenden: porque está abierta a la infinitud de lo real. No sólo nos interesa dominar o disfrutar. También la verdad, el amor y la belleza mueven al hombre.


Que la persona sea un misterio conlleva que el sentido de sus deseos e impulsos esté en la realidad y no en la subjetividad. Sería absurdo decir que la sed, por ejemplo, crea o se inventa el agua. Si existe la sed es porque hay agua (o algo similar que la calme). Lo mismo ocurre con el deseo de felicidad: tiene que haber una realidad que lo colme, pues en caso contrario no existiría la experiencia de la desesperación y el hombre sería un ser absurdo, una pasión inútil. Tal postura resulta casi imposible de sostener en la práctica (Sartre no pudo), pues en tal situación la vida no merecería la pena ser vivida. Pero desde el instante en que decidimos vivir, reconocemos implícitamente un sentido en nuestra existencia.


En definitiva, el psicologismo (y Fesser con él) parece no advertir que los deseos remiten más allá de ellos mismos. No podemos reducir el misterio del hombre a lo que se encuentra en su inconsciente (expresado por las escenas surrealistas de Camino, que pretenden descubrir un mundo imaginario en el que la protagonista es feliz). Es necesario salir de ese reducido ámbito de nuestra psicología y advertir que la fuente que sacia nuestros anhelos está fuera de nosotros, tal y como lo descubrió Alexia en su vida real. De ahí que muchos psicólogos humanistas actuales (Viktor Frankl, Daniel Goleman, Oliver Sacks, Lou Marinoff o Enrique Rojas) hayan superado las deficiencias del psicoanálisis al reconocer que la madurez humana no se basa en el equilibrio obtenido por la satisfacción de los impulsos primarios (el célebre y triste tópico: ¡comamos y bebamos que mañana moriremos!), sino en el esfuerzo por trascenderse, ir más allá de sí mismo y buscar un sentido a la vida.


Este sentido no es creado por la persona, más bien es algo o alguien que encuentra en su vida. A Fesser se le escapa que el amor, el trabajo creativo, la religión e incluso el sacrificio constituyen aspectos de la realidad que otorgan significado y sentido a la vida humana.



El supuesto ateísmo de Fesser



Javier Fesser es muy libre para alegar que no existe la verdad, o que no cree en ningún ser trascendente a este mundo. Lo que sí se le puede exigir es que sea consecuente con esas afirmaciones y no las esgrima como si fueran algo inocente e inocuo como cualquier otra opinión.


La verdad es que muchos ateos son muy hábiles en el juego de tirar la piedra y esconder la mano. Por fortuna, algunos pensadores de nuestra historia más o menos reciente reconocen las consecuencias que acarrea para la vida humana la negación de Dios. “Si Dios no existiera, todo estaría permitido”, se afirma en la novela de Dostoievski Los hermanos Karamazov. La negación del Absoluto hace que todo se vuelva relativo. A la misma conclusión llegan Nietzsche y Sartre.


Estos autores irrumpen en el escenario de la historia de nuestra cultura como lúcidos delatores de las incongruencias de una ética basada en la negación de la existencia de Dios. Sirva de ejemplo el caso de Sartre: “El existencialismo se opone decididamente a cierto tipo de moral laica que quisiera suprimir a Dios con el menor gasto posible.(...)El existencialista, por el contrario, piensa que es muy incómodo que Dios no exista, porque con él desaparece toda posibilidad de encontrar valores en un cielo inteligible; ya no se puede tener el bien a priori, porque no hay más conciencia infinita y perfecta para pensarlo; no está escrito en ninguna parte que el bien exista, que haya que ser honrado, que no haya que mentir” (El existencialismo es un humanismo).


La única norma que regiría las conductas sería la voluntad del más fuerte: llámese ciencia, opinión pública o política. Por eso la muerte de Dios anunciada por Nietzsche, dio lugar a la muerte del hombre anunciada por los filósofos estructuralistas y llevada a cabo en los genocidios nazis y soviéticos. El siglo XX tal vez pase a la historia como uno de los más crueles que haya habido nunca. Y los inicios del XXI no están siendo muy halagadores al respecto.


El nihilismo ateo (a veces disfrazado de verborrea religiosa o nacionalista) y el subjetivismo producen conductas como la del terrorista que disimula su horrenda masacre con la sofística afirmación de que actúa en nombre de Dios o de la nación. El miembro suicida de una secta cree que está haciendo un acto meritorio para llegar al más allá, cuando nadie es dueño absoluto de su propia realidad. También el defensor de la eutanasia cae en el subjetivismo cuando opina que el enfermo terminal ya no puede encontrar un sentido para su vida.


Si Dios no existiera –algo de lo que Fesser pretende convencernos con su filme– nuestros derechos serían muy precarios, por no decir inexistentes. El ser humano más débil (no nacido, anciano o enfermo terminal) dependería siempre de la decisión de los demás para conquistar su derecho a existir. Es algo que empieza a ser habitual en la coyuntura presente, en la que cierta parte de la sociedad, y algunos parlamentos, han asumido el papel de la divinidad. Pero nuestro mundo no tendrá la suficiente fuerza moral para salir del infierno iniciado en el siglo pasado –y llegar a respetar el valor incondicional de toda vida humana– mientras no se reconozca que el fundamento último de esa vida es un ser personal absoluto y trascendente: Dios.
Para más info:
http://jjmunoz-mashumanos.blogspot.com/

Anónimo dijo...

Juan Manuel Mora
Vicerrector de Comunicación
Universidad de Navarra

Fecha: 12 de octubre de 2008

Publicado en: Diario de Noticias


El Código Da Vinci

En mayo de 2006 se estrenó la versión cinematográfica de El Código Da Vinci, en medio de un gran despliegue publicitario. Durante los tres años anteriores, la novela de Dan Brown había vendido millones de copias y constituyó un fenómeno editorial de grandes dimensiones.


La trama del Código posee los típicos elementos del thriller: acción, intriga, misterio. El relato de Dan Brown tiene un punto de partida: desde el siglo IV, la Iglesia habría ocultado la verdad sobre Jesucristo, destruido los verdaderos evangelios y negado que Jesús tuvo descendencia con la Magdalena. A lo largo de la historia sólo algunos “illuminati” llegaban al conocimiento de la verdad, mientras que la Iglesia oficial intentaba impedirlo por todos los medios. En nuestros días, el “brazo armado” con el que la Iglesia persigue a los iluminados sería el Opus Dei, que en la novela aparece como organización criminal y sin escrúpulos.


Uno de los aspectos más relevantes de El Código Da Vinci es su forma de mezclar ficción y realidad. En efecto, la trama utiliza elementos reales (nombres, fechas, lugares), y los combina con otros de ficción. Esto no tiene nada de extraño, si quedase claro mediante un correcto “pacto de lectura”. Pero Dan Brown utiliza una calculada ambigüedad, las fronteras se difuminan y el lector al final no sabe a qué atenerse. Este recurso tampoco tendría más trascendencia, si no fuese porque Brown pone nombre y apellidos reales a sus mafias inventadas. De ese modo, la mezcla de ficción y realidad se vuelve explosiva.


Según los resultados de una encuesta realizada en Gran Bretaña, casi dos tercios de los lectores del Código creían que el contenido de la novela era cierto (y por tanto, que los evangelios eran falsos, que Jesús tuvo hijos con la Magdalena, etc.).


Con estos datos, no es de extrañar que la controversia que se planteó alrededor del Código ocupase amplio espacio en los medios de comunicación de numerosos países. En el centro del debate se encontraba el tema de la responsabilidad de los autores de obras de ficción. Con sus trabajos crean estereotipos, originan movimientos de opinión y provocan emociones. Los periodistas también lo hacen, pero el trabajo de los informadores es juzgado con otros parámetros: no pueden mezclar ficción y realidad, ni acusar sin fundamento.


En definitiva, los problemas planteados por el Código venían a recordar que la libertad de expresión, la libertad de creación, la libertad de crítica, propias de las sociedades democráticas, son compatibles con la responsabilidad y con el respeto mutuo.


El Código de Fesser

El caso de Camino es distinto de El Código Da Vinci, pero existen algunas semejanzas: trata también asuntos que afectan a la Iglesia y a los católicos; el malo de la película tiene nombre y apellidos; y mezcla ficción y realidad de forma potencialmente explosiva.


Camino se inspira en la vida de Alexia González-Barros, adolescente madrileña que falleció de cáncer en 1985, con apenas 15 años. La Archidiócesis de Madrid ha iniciado su causa de canonización. Alexia fue tratada de su enfermedad en la Clínica de la Universidad de Navarra, donde transcurrió largos meses, rodeada del cariño de sus padres y hermanos y de la atención del personal sanitario. Después de 1985 fallecieron también sus padres. Actualmente viven cuatro hermanos.


A partir de la vida de Alexia se construye el guión. En síntesis, la película mantiene el envoltorio, pero modifica totalmente la sustancia: parece verdadera, pero es pura ficción. En la imaginación de los autores, Alexia es una niña que vive en un ambiente opresivo, creado por el Opus Dei y encarnado de forma muy aguda en la figura de la madre. Toda la historia del dolor de Alexia y del afecto de su familia está convertida en algo completamente distinto, en un caso de fanatismo religioso, atrofia de sentimientos y actitud masoquista ante el dolor. En el trasfondo, emerge una intención perversa: el Opus Dei pretendería aprovechar la enfermedad de la niña para construir una causa de canonización, con fines de proselitismo.


Cualquier persona normal que vea la película siente, como han dicho los críticos, una patada en el estómago, un choque emocional, un rechazo radical, una experiencia perturbadora e inolvidable. No puede ser de otra manera: un creyente, un católico, un miembro del Opus Dei sienten la misma repugnancia ante la falta de humanidad que narra la película.


De acuerdo con las declaraciones de los que han intervenido, el guión está escrito desde la increencia. El director ha declarado en diferentes ocasiones que no comparte la visión religiosa de la vida y no comprende la actitud cristiana ante la muerte. Quizá por esa razón, los personajes que aparecen en la película como creyentes son malos sin mezcla de virtud; y los que no tienen fe son buenos sin sombra de defecto. El resultado es un cuadro en blanco y negro, un enfoque que algunos han calificado de maniqueo, y que no fomenta precisamente la tolerancia.


La orientación religiosa de los autores merece todo el respeto. Sin embargo, no sería honrado silenciar un grave problema moral que plantea la película: Camino, como El Código Da Vinci, mezcla realidad y ficción, o más bien presenta la ficción como si fuera historia. Los espectadores salen de la proyección convencidos de que han visto algo que ha sucedido realmente. Por eso la repulsión de los espectadores es doble: les impresiona el relato y les horroriza pensar que es verdadero.


La familia ya ha expresado su dolor por el tratamiento que se hace de sus personas queridas. No es difícil imaginar los sentimientos de los hijos, cuando vean la imagen de su madre maltratada en las salas de cine de toda España. El Opus Dei ha publicado también una breve declaración, donde recuerda que, en esta película, cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia. Tampoco es difícil imaginar los sentimientos de quien se ve retratado de forma repulsiva.


Cambio de paradigma

El Código de Brown y el Camino de Fesser confirman, cada uno a su modo, que es difícil explicar y no es fácil entender la experiencia religiosa en un mundo que vive como si Dios no existiese. De hecho, algunos quieren ver en estos ejemplos la expresión de un choque de culturas entre el Vaticano y Hollywood, entre los católicos y la sociedad secularizada.


El paradigma del “choque de civilizaciones” se ha extendido en el ámbito de la política internacional, con consecuencias muy negativas. Aplicar ese mismo esquema a la “cuestión religiosa” de las sociedades occidentales, puede incrementar los niveles de agresividad. Basta ver algunos blogs donde ciertos partidarios del Camino de Fesser escriben que ya era hora de sacudir duro a esta Iglesia de pedófilos y ladrones; y donde ciertos adversarios responden con insultos simétricos.


En nuestro país, las controversias suelen ser subidas de tono. Algunos programas de televisión y algunos debates parlamentarios recuerdan aquellos chistes de Mingote, donde se ve a dos hombres primitivos “iniciar conversaciones”, con el garrote preparado detrás de la espalda. Por desgracia, esto sucede también en las controversias religiosas. Con frecuencia, las discusiones están contaminadas de la dialéctica política, por la cual, si yo quiero ganar, tú tienes que perder (las elecciones, las votaciones). En realidad, los términos de un debate de tema religioso deberían ser muy distintos: yo no gano si tú pierdes; sólo gano si me explico, si te entiendo, si me entiendes.


En otras democracias, la religión es un elemento transversal, común a personas que simpatizan con formaciones políticas de todas las tendencias. Esta transversalidad es muy saludable para la religión y para la política, y libera los debates religiosos de la dialéctica de la confrontación. En esas condiciones, el paradigma del conflicto puede ser sustituido por el del diálogo.


Otro aspecto interesante de El Código Da Vinci fue las reacciones que provocó entres los cristianos. Cuando alguien siente un golpe, tiene dos reacciones instintivas: encogerse y defenderse. En este caso, ante lo que se percibe como un golpe moral (un retrato falso e injusto), el instinto llevaría a cerrarse y a enfadarse. Sin embargo, la reacción común de los católicos ante El Código Da Vinci fue abierta y serena.


En primer lugar, abierta. Ante una ficción que es falsa no hay más respuesta que la realidad: “Ven y verás”. Decía Mark Twain que cuando la verdad está todavía calzándose las botas, la mentira ya ha dado la vuelta al mundo. La mentira corre mucho, pero se desmiente sola. La verdad se impone por sí misma, sin gritos ni violencia, sino por su propia fuerza interior. Por eso, la respuesta más acertada es abrir las puertas y ofrecer información.


Y en segundo lugar, serena. Dos no pelean si uno no quiere. Ante un retrato injusto, es importante mantener la capacidad de diálogo, sin adoptar actitudes defensivas ni victimistas. Para romper el paradigma de la confrontación, hay que responder con respeto, también a quien consideramos que no nos respeta.


Insisto en que estas consideraciones se escriben desde la convicción de la importancia de la libertad de expresión, de la libertad creativa y de la libertad de crítica. Las personas y las instituciones con dimensión pública han de asumir con humildad sus errores y aceptar el público escrutinio. Pero todos tienen derecho a ser criticados con veracidad y respeto.


Una escritora africana define la madurez como la capacidad de darse cuenta de que podemos herir a los demás. La madurez ayuda a recorrer juntos caminos de concordia.

(Juan Manuel Mora es autor del libro “La Iglesia, el Opus Dei y el Código Da Vinci”, de próxima aparición)