Leo en la prensa local que la celebración "roja" del triunfo épico de la selección española en la Eurocopa le va a costar al ayuntamiento de mi ciudad 60.000 euros. Es la cantidad económica que se va a emplear en arreglar la fuente central que fue arrasada por las ordas triunfalistas y patrióticas el pasado domingo. ¡Menuda forma de celebrar las cosas! Gritando, mojándose el cuerpo en una fuente y profiriendo todo tipo de sonidos guturales de victoria y entusiasmo. Menos mal que ya todo ha pasado. Ha terminado la Eurocopa. La plaza roja, la marea roja, los bocinazos de madrugada, los seleccionadores nacionales de ocasión en cada barra de bar, el terrible precedente celebrativo que hemos servido en bandeja y sembrado en las generaciones futuras, el opio del pueblo en forma de balón, las retransmisiones futbolísticas de quatro al más puro estilo PRISAico, la ilusión al peso del personal y la camaradería amistosa y superficial de los compañeros de trabajo y vecinos de escalera por culpa de los colores de la camiseta nacional. Ahora toca volver a la realidad: la crisis económica, el calor, la falta de presupuesto para irse de vacaciones, el tedio veraniego, el silencio por la ausencia de tanto grito de guerra y canto regional, la vuelta de los nacionalismos periféricos a la primera plana después de tanta bandera rojigualda y la cara de tonto que se le queda a uno después de tantos estos excesos animales celebrativos. Las alegrías que no nos da la vida nos las está dando el deporte. Qué remedio. Y mientras tanto la monarquía, los políticos y algún que otro listillo sacando tajada de la victoria de nuestros muchachos en Europa.
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