Hay días en los que la vida te permite asistir como espectador a microhistorias que renuevan la Esperanza. La abuela y el padre de la criatura se ven por primera vez horas después de que nazca el pequeño y esperado bebé. Mientras tanto la primeriza madre se recupera en el hospital del esfuerzo sobrehumano, animal y generoso que ha tenido que realizar para que el pequeño llegara sano y salvo a este mundo. Visita obligada a casa de la abuela, seguidora dichosa del evento en la distancia, para que su hijo le cuente cómo ha vivido la experiencia de asistir al primer parto de su vida. Al abrir la puerta, sin mediar palabra y tras los besos de rigor y cariño, los dos se ponen a llorar como tontos. Durante muchos y suaves minutos de seda no se dice nada. Sólo se escuchan los sollozos de gozo y las sonrisas de ternura. "Tengo una alegría en el cuerpo que no me cabe en el corazón, hijo mío", repite la rejuvenecida anciana mientras entremezcla en la conversación recuerdos de sus partos y de cómo los vivía su marido que en paz descanse y que, de alguna forma, también está presente ahora. Él le confiesa: "Jamás pensé que la vida me daría la oportunidad de experimentar la felicidad de esta forma". Ella, mientras le acaricia el pelo con gesto maternal y condescendiente, asegura: "Sí, hijo, te tocaba. Es la misma que yo sentí cuando tu llegaste a mi vida".
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