martes, 9 de octubre de 2007

CLAUSURADAMENTE LIBRES

Nada de lo que nos ofrece el mundo por sí solo puede hacernos realmente felices. Esta es la primera conclusión que uno saca después de estar charlando durante una hora con una quincena de monjas de clausura que aparentemente han abandonado todo lo bueno del mundo para encerrarse entre cuatro paredes y dedicarse única y exclusivamente a rezar. Una reja doble de siete barrotes de hierro y pinchos nos separa. Encima un letrero de la Santa Fundadora, Teresa de Ahumada, donde se recuerda que, ya puestos, no hablar de Dios es tontería. Ellas, unas quince con una media de edad de treinta años, miran sonrientes al visitante sentadas elegantemente en el suelo de madera. Sus caras son de una emoción serena, alegre y contagiosa. Han sido filófosas, actríces, administrativas, universitarias, chicas normales y alguna hasta alta ejecutiva. La Madre superiora reparte juego en la conversación y va dando la palabra a cada una de las hermanas. Es lo más parecido a un añorado recuerdo de la memoria cinematográfica de mi infancia: la entrañable reunión de “mujercitas” en el cálido salón de su casa mientras en el exterior nieva con fuerza. En vez de hablar de hombres éstas de las cosas de Dios charlan. Escuchan, preguntan, sonríen y rezan en voz alta. Hoy he estado dentro de un monasterio de clausura. Hoy he conocido un tipo de alegría que hasta ahora no había palpado tan de cerca. Si no existieran las monjas de clausura habría que inventarlas. Estoy seguro que muchas cosas funcionan mejor en este planeta gracias a sus generosas oraciones que navegan por el mar del silencio y la ternura. Lo ha dicho recientemente así el Papa Benedicto XVI: “Estos lugares, aparentemente inútiles son en cambio indispensables, como los "pulmones" verdes de una ciudad: son un bien para todos, incluso para los que quizás no saben que existen”.

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