
Escribo todavía hechizado por el cielo castellano de una noche de agosto, cerquita de las murallas, tomando una whisky con mi amigo el poeta. Ha vuelto a renacer al amor... y, por tanto, a la vida. Tanto es así que, a su edad, le ha dado por cruzar el charco y viajar hasta América del Sur para cortejar a una bella ecuatoriana. Se le nota en el brillo de los ojos y en la limpieza de su mirada. Me cuenta deliciosas estampas de la tierra de los volcanes, la altura y la luz. Para captarlas y poder contarlas de esa forma definitivamente hay que ser poeta. "
Aguardaba ansioso la cola en una farmacia de Quito. De repente entra un indígena de esos que uno cree que sólo habitan en las películas: plumas, pulseras, pinturas, oro, colgantes y taparrabos. Edad indeterminada. Se acerca a la dependienta y golpeándose el pecho, en un castellano casi imperceptible, le dice: "Doctorcita, deme algo que me duele el corazón".
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