Este fin de semana me ha tocado hacer mudanza. Sí, lo reconozco abiertamente. Voy a vivir de alquiler. Lo digo por las muchas caras de asombro que me he encontrado últimamente al anunciar en mi entorno los cambios de todo tipo que conllevará mi inminente enlace matrimonial sin casa en propiedad. Los amantes de la seguridad y el inmovilismo a cualquier precio le tachan a uno de loco por haber elegido libremente no querer vivir bajo la pesada dictadura de la hipoteca. Por no tirar el dinero a la basura todos los meses están dispuestos a habitar en cajas de cerillas en las periferias de las grandes ciudades y poder dormir así tranquilamente estrechos bajo la almohada mullida de los certificados de propiedad. Qué quieren que les diga. A mi me apetece ser como los caracoles que llevan la casa puesta. Tiene algo de apasionante eso de transformar espacios donde ya ha vivido otra gente en tu propio hogar. Darles tu toque particular, tu olor, tu decoración y, sobre todo, tu espíritu más personal. El bolsillo vive más holgado, habitas lugares que jamás estarían a tu alcance bancario y eres más libre para marcharte cuando quieras con una simple mudanza. Ya habrá tiempo de pensar en comprar una casa. El que no se consuela es porque no quiere.
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